Mientra sacamos los artículos publicados en El Aviso esta semana, les dejo esta primera parte de este cuento…
ROMUALDO Y JULIA
(CUALQUIER PARECIDO CON ROMEO Y JULIETA ES PURAMENTE INTENCIONAL)
– ¿Vas a querer té?
La misma pregunta le hacía doña Julia a don Romualdo todas las tardes, desde hacía ya casi diez años, cuando se habían quedado solos y cuando empezaron la costumbre de tomarse una taza de té por las tardes. La misma pregunta hacía doña Julia y la misma respuesta daba don Romualdo; a veces con un ruido seco, que podía significar cualquier cosa, pero que ya doña Julia sabía que era un sí de enojado; otras veces respondía con un sí claro y fuerte, otras con un tranquilo «sí, Julia«. Esta vez fue un tranquilo y débil
–Sí Julia. ¿De qué vas a hacerlo?
– De aceitilla.
– ¿No que la yerbabuena es buena para el estómago…?
– Entonces sí te hicieron daño los chilaquiles; con razón que traías unos olores que ni quién te aguantara.
Con sus más de setenta años, ya había pocas en el pueblo que cocinaran con la misma sazón que doña Julia; aunque ya las visitas eran cada vez menos frecuentes y los visitantes menos dados a las comilonas. Muchos se consolaban con acordarse de las cazuelas de mole, el picadillo molido en el molcajete, los chiles rellenos, las salsas y sobre todo los postres; desde un arroz dulce con guayaba, “Maríagorda”, jericallas y pastelillos, a todo sabía darle ese toque especial que sólo algunas personas logran. Ese día había hecho sus famosos chilaquiles con nata. En otros tiempos don Romualdo habría sospechado que algo le iba a pedir doña Julia, porque siempre que le hacía sus favoritos chilaquiles era por conseguir algo. La última vez que le había hecho chilaquiles con natas lo había convencido de que compraran ese mueble grande para la cocina, que doña Julia presumía y que don Romualdo aseguraba que salía sobrando; pero esta vez los chilaquiles fueron sin motivo especial y don Romualdo se sirvió con la cuchara grande, como en los buenos viejos tiempos, y era la causa que trajera malestar…
–Es que les pusiste mucha cebolla…
–Cuál cebolla ni que nada. Lo que pasa es que te jambas… y luego los chilaquiles eran nomás para en la mañana, no para todo el día.
–Mmmm. Un día de estos me vas a enyerbar.
–Si quisiera enyerbarlo ya lo habría hecho desde hace mucho, señor.
–Pues si no me enyerbas a mí te vas a enyerbar sola, con esas revolturas de yerbas que haces en los tés y las cosas que les echas a las comidas.
–Nada, nada. Estaban bien los chilaquiles, señor. Ni que no supiera yo.
–Sí, sabe mucho la señora. ¿Y el día que les echó azúcar a los frijoles en vez de sal?
–Para esas cosas si tienes buena memoria. ¿Cómo de otras cosas no te acuerdas?
No había reproches, por más que así lo pareciera. Don Romualdo siempre estuvo orgulloso de lo bien que cocinaba doña Julia y siempre fue el primero en halagarla y el que más comiera de sus comidas y doña Julia siempre estuvo contenta conque don Romualdo se «jambara»; aunque luego tuviera que andarle cociendo tés de yerbabuena o de ajenjo.
– ¿Ya mero está el té?
– Pareces una criatura. Pero si estas viendo que apenas lo puse.
Y allá fue doña Julia a la huerta para volver luego con unas hojas de hierbabuena. No usaba bordón aunque lo necesitaba y no paraba de andar de un lado para otro. «Trajinaba» todo el día.
–Masca esas hojas mientras
– ¿Y eso pa’qué?
–Pa’que se te componga el estómago.
– ¿Y quién dijo que ando malo del estómago?
–Pos tus pedos… cristiano, tan necio.
Don Romualdo a sus ochenta y cinco años, enfermo del reumatismo, agravado por muchos años de descuido machista, ya no se movía mucho y dejaba que doña Julia atendiera más a los trabajos que él atendía en otros tiempos. Y le gustaba que doña Julia lo chiqueara. Con el pasar de los años habían llegado a esa tranquila amistad de viejos, viejos amigos; esa amistad que se añeja de veras y que es más sabrosa que el más añejo de los vinos. Sentía don Romualdo algo de aquella ternura de hacía más de sesenta años y no por nada, pero él había notado que muchas cosas habían cambiado desde que celebraron sus bodas de oro, hacía ya casi diez años. Aunque doña Julia, que era la que más se oponía a la celebración, al final se emocionó de veras y duró tiempo que parecía una recién casada.
–Bonitas pantominas vamos hacer, par de esperpentos…-decía doña Julia-.
–Pero mamá…
Tanto insistieron los muchachos que la convencieron. Vinieron todos los hijos y todos los nietos, hasta los del norte. Y a la hora de la hora, doña Julia, la callada, la que mucha gente del pueblo no reconocía, hasta que no decían: «es la esposa de don Romualdo», estuvo con la frente bien alta sin importarle las críticas de los curiosos de siempre y, la que se escondía siempre que veía una cámara fotográfica, posó para todas la fotos de sus bodas de oro; «hasta vinieron muchos viejos del rancho que sabe cómo sabrían…»
–Gente chismosa parece que les avisan. A ver, ¿cómo fueron a saber en el rancho?
Preguntaba doña Julia, pero bien sabía que en el pueblo todas esas noticias corrían como reguero de pólvora. Y que, si había comida y celebración, no eran necesarias las invitaciones. A más que muchos del rancho vinieron porque de veras los estimaban. Y la fiesta había sido una señora fiesta, que no sólo había dejado, sino que también había traído muchos recuerdos. Doña Julia había cambiado mucho desde aquella ocasión. Por encima de la ternura que, a su modo, le mostraba a don Romualdo, había algo que le venía molestando desde entonces, porque muy a menudo traía pláticas de los viejos tiempos relacionadas a las aventuras amorosas de don Romualdo. Todo había comenzado con un comentario insignificante unos días después de la fiesta.
–Venía muy emperifollada tu comadre.
Dijo sin levantar los ojos del tejido, porque, cuando no andaba en la huerta o en la cocina, se la pasaba tejiendo. A veces se quedaba dormida con el tejido en las manos, despertaba cuando se le caía el gancho, tejía otro rato, se quedaba dormida y así…
– ¿Cuál comadre?
Preguntó don Romualdo, sabiendo bien a cual comadre se refería doña Julia. Y la miró de reojo mientras prendía su cigarro.
– ¿Ya vas a fumar otra ves?…Para que a la noche estés con tu tos que ni duermes ni dejas dormir.
– ¿Sabes cuántos cigarros llevo esta semana?
– Si te cuento los que prendes, llevas como una caja, con eso que nomás haces el prendedero y ni te los fumas. Me los ando hallando en las macetas… A lo mejor por eso se me secó la planta que trajeron los de Cuautitlán….
Y así se fue la conversación por otro lado y quedó pendiente lo de la comadre ese día. Pero don Romualdo supo que doña Julia traía algo entre manos.
– ¿Sabes quién sí fumaba mucho?
– Pues tu padre, ni que no supiera, si a cada rato lo repites, como que ya te falla la memoria. Pero acuérdate que tu padre fumaba puro cigarro de hoja y no traían las revolturas que traen ahora.
– A la que le falla la memoria es a usted.
– Mira quién los dice…
– Entonces ¿por qué se te olvidó que día era ayer?
– ¿Y quien dice que se me olvidó?
– Pues no me has reclamado porque no me acordé
– Mmmmm. -Sonrió doña Julia–
La verdad era que los dos se habían acordado. En realidad don Romualdo nunca se había olvidado del aniversario de su boda, aunque no le gustaba mencionarlo el mero día, si no era necesario. Los hijos nunca se habían acordado de celebrarles su aniversario más que cuando cumplieron los 50; ni siquiera los veinticinco, porque nunca hubo esa costumbre de familia de celebrar cumpleaños y santos. Después de las bodas de oro algunos hijos y nietos duraron unos dos años mandándoles tarjetas para esa fecha, pero ayer ni siquiera una llamada habían recibido.
Continuará… mañana..