ROMUALDO Y JULIA
(CUALQUIER PARECIDO CON ROMEO Y JULIETA ES PURAMENTE INTENCIONAL)
La segunda parte se publicó ayer, esta es la tercera y última
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– ¿Todavía queda té?
– Pero si ya casi es hora de cenar… -No esperó contestación, sino que agarró la tasa de don Romualdo y fue a la cocina por el té. También ella necesitaba un respiro en una conversación que se tornaba engorrosa.-
– No habías de caminar tan agachada, un día de estos te vas a dar un buen tope.
Cuando regresó doña Julia con el té ya don Romualdo había prendido otro cigarro. Doña Julia entendió que era la señal de que iba a hablar y se sentó dándole un poco la espalda, sin decir palabra, nomás esperando lo que ya sabía que iba a decir don Romualdo, nada más quería ver cómo lo iba a decir.
– Entre Margarita y yo nunca hubo nada… serio. -dio un trago al té y duro un largo rato callado. Doña Julia no se movía siquiera. Los dos sabían que aquello tenía que decirse aunque a los dos les dolía.- Fue una sola vez. Sin chiste y fue ella la que me buscó…
– Hjmmm…
– Fue la noche que se murió don Rosendo, más bien en la madrugada. Tú todavía estabas guardando cama de Severina. Cuando nos avisaron que acababa de morir, yo me fui rápido; sabe si te acuerdes que entonces vivía don Rosendo con Mateo y Margarita en las casas de la troja, no muy lejos de donde vivíamos nosotros. Margarita quería a su suegro y sí se notaba triste por la muerte. Mateo se fue a seguir avisando a los demás parientes en el rancho y a buscar a alguien que viniera al pueblo a arreglar lo de la misa y el entierro, porque, con eso que murió en la madrugada, todo se tenía que hacer el mismo día. Estaba oscura la mañana y Margarita quería cocer un té para cuando llegara la gente y quiso que fuera con ella a cortar unas hojas de naranjo. Lloraba, yo la abracé y así, sin chiste, pasó lo que pasó. Como que a los dos nos dio vergüenza por haber profanado un velorio. Nunca volvimos a hablar de lo que pasó y nunca volvimos a estar juntos ni a tener nada que ver uno con otro. Desde hace mucho te hubiera dicho esto, pero no me animaba y creía que a lo mejor te haría más mal que bien saberlo…
–Ya sabía… -fue todo lo que dijo doña Julia. Se levantó y más agachada que de costumbre, y medio tapada con el rebozo se fue a la cocina.
Don Romualdo la vio de reojo y se le figuró que iba llorando. También a él le había dolido tener que decir aquello, más por doña Julia, porque no merecía oír eso. Se arrepintió de haber hablado, si por tantos años había guardado ese secreto “¿Pa’ que diablos abrí la boca?”. Se limpió una lágrima, pensó en ir a la cocina a consolar a doña Julia, a decirle algo, pero no podía pensar en algo que le pudiera decir. Prendió el cigarro que se le había apagado a medio fumar. Le dio una fumada y lo apagó pensando en lo que le había dicho doña Julia, que no dormía ni dejaba dormir con su tosedera. Se levantó con trabajos del equipal donde estaba cómodamente sentado y fue a ver por qué doña Julia tardaba tanto en la cocina, de seguro estaría llorando a solas su coraje. Espantó los gatos y cerró la puerta que daba a la huerta, pensando que ya no saldrían. La casa estaba en silencio, ninguna luz estaba prendida todavía, aunque ya estaba casi oscuro.
– Julia.-dijo asomándose a la recámara-. «No se haya matado ésta«, pensó, pero rechazó rápido el pensamiento – ¡Julia! -Repitió más fuerte preocupado al no recibir respuesta.- «¿Y si se hubiera regresado a la huerta mientras yo iba a la recámara?«. Pero al pasar por la cocina, alcanzó a ver los pies de doña Julia que yacía inconsciente en el suelo. A su lado había una tasa quebrada…
– ¡Dios mío, no era para tanto, Julia! No era para tanto. –Probó el poco té que quedaba entre los tepalcates, pensando que doña Julia se había envenenado y él quería envenenarse también. «¿Qué iba a hacer solo sin su Julia?» Y pensar que él había sido el causante de su muerte. ¿Cómo iba a dar explicaciones… qué iba a decir? No había más que una salida para él: irse junto con Julia. ¿Qué sería lo que habría tomado? No era para tanto. Ahora él tenía que hacer algo.
De recién casados le decía Romualdo a Julita que él quería morirse antes que ella, porque no iba a soportar quedarse solo. Julita decía que ella quería morirse primero también, porque tampoco quería quedarse sin Romualdo, pero se hicieron viejos y no se moría ni el uno ni el otro y apenas hacía unos dos años que se habían acordado de eso y don Romualdo volvió a decir lo mismo. Y que si doña Julia se moría él se mataba. «¿Y cómo te vas a matar?» -Le había preguntando doña Julia con una risilla burlesca-. «Me cuelgo» -dijo don Romualdo- «Ya estuvo -dijo doña Julia, ahora con más risa- ¿Y de dónde te vas a colgar?«. Don Romualdo vio para todos lados y en realidad no había de donde colgarse. Las bóvedas eran lisas y en la huerta los árboles más altos eran los duraznos. «De veras. No hay de donde colgarse. -dijo don Romualdo- pero ya veremos«. Pasaron muchos días de eso, cuando una tarde interrumpió su tejido doña Julia y de buenas a primeras le dijo a don Romualdo, «Ya sé de dónde te puedes colgar» y apuntó al ventilador que habían puesto los muchachos en un tragaluz del comedor. Para amacizarlo habían puesto unas varillas con cemento desde el techo, cruzando la ventana del tragaluz. Don Romualdo vio las varillas y le dio risa, porque él ya ni se acordaba de eso. «Como que se te grabó aquello. Entonces de verás quieres que me cuelgue…«. «Tú fuiste el que dijo, yo nomás te ando ayudando» Había dicho doña Julia con su tono burlesco.
Se acordó don Romualdo y fue a la huerta. La cabeza le daba vueltas. Regresó con una soga que había usado para espantar los gatos. Se ató la soga al cuello y trató de subir a una silla para alcanzar la varilla que detenía el ventilador. Aventó la soga y quedó atorada en las aspas del ventilador. No podía subirse a la silla, se resbaló y cayó a un lado de doña Julia que, precisamente en ese momento, recuperó la conciencia, pero por poco se desmaya de nuevo al ver a don Romualdo con la soga atada al cuello, tirado en el suelo y la soga colgando del ventilador en el techo. El espectáculo era para dar risa y fue la primera reacción de doña Julia.
– ¿Y se puede saber que fregaos haces con esa soga?
– Pues… ¿qué no…? -Don Romualdo no podía salir de su asombro, pero no podía ocultar el gusto que le daba ver viva a la que pensaba muerta- La verdad es que yo pensé…
– Pensaste que… me echaste la sal con tus habladas y me di un tope tan fuerte en ese palo que dejaron ahí, que me dejó atarantada, por lo que veo.
En la mañana había ido Josefina a moler elote para unos tamales y había metido ese palo en un agujero que para eso había en la pared. Había quitado el molino del palo, pero había dejado el palo en la pared y en él fue donde se pegó doña Julia. Ahora los dos sentados en el suelo, como que no se querían levantar.
– Es que yo pensé que te habías envenenado por lo que te dije…
– Estaría más mensa. Si te digo que ya sabía, nomás quería que tú me lo dijeras.
– ¿Para perdonarme?
Con la soga todavía mal atada en el cuello, en ese momento le cayó en la cabeza el resto de la soga que estaba atorada en el ventilador, con su cara triste y adolorido de la caída de la silla y sabiendo que se había querido colgar pensando que ella se había matado por su culpa, ¿cómo no lo iba a perdonar?… No se lo dijo, porque al ver lo cómico de la situación le vino una risa de esa que llega con ganas y los dos rieron hasta que se les enrasaron los ojos de lágrimas, lagrimas de risa, de gusto, de ternura, de amor de viejos.
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Esa noche llovió como había dicho don Romualdo, aunque fue una leve llovizna, como había dicho dona Julia.
Hasta bien entrada la noche todavía se oían de vez en cuando las risas sofocadas de doña Julia.
–Ya mujer, no es para tanto, no es para tanto.
Dijo con voz seria don Romualdo un poco molesto ya.
–Pero no es para menos tampoco, hombre.
La lluvia los arrulló y….colorín colorado…
Qué colorín colorado tan tierno. Gracias por este cuento tan fantástico, Licenciado… y muy buenos días tenga usted.