Mientras salen los artículos de El Aviso Magazine de esta semana, les dejo este cuento…
LA MAESTRA
Llegó al pueblo como llegaron todos: con sus pertenencias en dos cajas de cartón, su cansancio de vivir y las pocas esperanzas de que ya de una vez la Providencia le hiciera el milagro de sacarla de la pobreza para no tener que dormirse, noche a noche, con el pendiente de no tener con que subsistir al día siguiente.
Yo la vi desde que se bajó en el crucero. Porque entonces todavía los camiones no entraban al pueblo, y mucha gente pasaba sin darse cuenta de que ahí nomás, entre los árboles, estábamos nosotros en nuestro pueblo; este pobre pueblo donde han nacido tan pocos y han muerto tantos. Porque muchos nomás vinieron aquí para morirse, como mi madre, que fue la que hizo que nos quedáramos aquí. Aquí se le ocurrió darme a luz. Sí, yo aquí nací y aquí murió mi madre al darme a luz. Aquí la enterró mi padre y ya no quiso seguir para adelante a «Tierra Blanca», donde decían que el gobierno estaba repartiendo tierras. Su compadre Teófilo tampoco quiso seguir, por no irse solo, ni mi tía Francisca ni los demás y aquí se quedaron en esta tierra de nadie, y poco a poco se fueron quedando otros que pasaban, como se quedan las moscas en las telarañas. Se quedaron por mientras, y por mientras se quedaron para siempre.
A este pueblo llegó aquella mujer misteriosa. Yo me acuerdo muy bien, porque fue el año de los aguaceros y el día que ella llegó fue el día que llovió con más ganas. Luego luego se veía que era de la ciudad, y luego luego dijeron que era la maestra rural y que en septiembre empezaría la escuela, porque habían dicho que el gobierno nos iba a mandar un profesor.
Pero la escuela vino empezando hasta noviembre; primero porque no había donde meter a las dos docenas de muchachos y segundo, porque aquella mujer nomás llegó y se enfermó. Le dieron las fiebres que nos acosaban seguido a todos y que han hecho que el panteón sea tan grande para tan pocas casas. Yo no sé si las enfermedades ya estaban aquí o vinieron con las gentes, porque tienen la manía de andar nomás pa’donde andan los pobres. Ahora que la escuela no hubiera empezado del todo si alguien le hubiera preguntado a aquella mujer si era la profesora que mandaba el gobierno y si mi tía no me hubiera mandado de vez en cuando a llevar algo de comer a la enferma o a ver si no se había muerto todavía; porque sin los caldos que le mandaba mi tía, se hubiera muerto de seguro.
Mi padre la había dejado que se acomodara, «por mientras», en el cuartito junto al gallinero; no sé si porque se sintiera obligado, siendo el comisario, que nadie había nombrado, o si, porque desde que llegó, le gustó aquella mujer y ya presintiera que sería su segunda mujer y mi madrastra.
A veces cuando iba a llevarle algún caldo a la enferma, me quedaba por ratos y ratos sentado junto a ella para ver si vivía o moría, porque a veces duraba buenos ratos muy quieta, como muerta, y luego de repente le pegaban los escalofríos y en ratos sudaba como si se estuviera quemando y de repente se ponía a temblar como cuando se acaba uno de bañar en el río.
A veces cuando sudaba se ponía a hablar. Las primeras veces me asustó, porque su voz era fuerte, como si no estuviera enferma, y decía muchas groserías que yo todavía ni sabía. Hablaba como borracha, pedía tequila y se peleaba con alguien a quien yo no veía. Una vez, mientras hablaba, con sus ojos sumidos por la fiebre, de no sé dónde le salió una voz muy ronca:
– ¿Qué me ves, mocoso? Si quieres acostarte conmigo tienes que pagar, como todos, no importa que seas un «chilpayate».
Otras veces lloraba muy triste y decía que ya estaba cansada de esa vida, que se iba a ir lejos, donde nadie la conociera y que cambiaría de vida y que viviría en paz hasta que se muriera.
Se alivió de repente. Un día cuando fui a llevarle un caldo de gallina, la encontré levantada. Me preguntó cuánto tiempo había estado enferma. Le dije que más de una semana. Me preguntó, también, que si alguien más había ido a verla, y le dije que nomás yo iba a llevarle la comida que le mandaba mi tía. Se me quedó viendo otra vez con sus ojos tristes, pero ahora había en ellos como una súplica. Quiso decir algo, pero algo debió de haber visto en mis ojos y no dijo nada. Le pregunté que cuándo empezaría la escuela.
–»¡¿La escuela?!» –Y me miró sorprendida.-
–»Ya casi está listo el cuarto que va a ser la escuela por mientras; nomás estaban esperando que usted se aliviara.
–»¿Que yo me aliviara?»
–»Sí, maistra.»
–»Maestra…»
Repitió en voz baja y se me quedó viendo como si me viera desde muy lejos y no me alcanzara a divisar bien; luego el rostro se le fue iluminando como si hubiera cambiado en otra persona, y con una voz nueva y una cara nueva, la voz y la cara que tanto respetamos después, me dijo muy seria, pero con mucha bondad:
– «El lunes empiezan las clases, diles a todos que los quiero temprano, limpios y con cuaderno y lápiz».
Qué preciosidad de cuento, Licenciado. Ya ve: la esperanza surge donde menos se espera…